martes, diciembre 09, 2008

Digresión sobre "Digresión sobre 'La familia, la propiedad privada y el amor. Uno: primera de dos subvidas como víctima de actividades criminales"'

Por otro lado, es el momento de confesar que, años más tarde, en Inglaterra, donde las capuchas molestan y mucho (son Legión los negocios que ostentan un "No hoodies" en la puerta), nos sentimos un poquito reivindicados.

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Digresión sobre "La familia, la propiedad privada, y el amor. Uno: primera de dos subvidas como víctima de actividades criminales"

En realidad, no es descabellado decir que fueron tres, y no dos, las subvidas que nos tuvieron como víctimas de actividades criminales.

La tercera, que en términos cronológicos es la segunda, comprende unos meses del año 2000, quizás, en los que, patológicamente fanatizados con Okupas, nos sospechamos criminales en potencia.

Objetarán, con razón, que esa ilusión no nos haría víctimas del crimen, sino, a lo sumo, agentes o victimarios.

Responderemos que, si nos hubieran visto con la capucha del buzo puesta constantemente (cosa que no intimidaba a nadie), adoptando en cuestión de días un léxico y una dicción inauditas, haciendo un culto de la cerveza Brahma (cuyo peor momento coincidió con el nuestro) y, en resumidas cuentas, humillándonos con miras a amoldarnos a una estética que no tiene demasiado mérito, no dudarían al momento de considerarnos víctimas.

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lunes, diciembre 08, 2008

La familia, la propiedad privada y el amor. Uno: primera de dos subvidas como víctima de actividades criminales

No estamos seguros, pero sospechamos que en Lo Terrible no hubo demasiados entreveros con el género narrativo. Si bien la gran mayoría de las entradas es hija de algún suceso puntual y discreto, no recordamos ninguna relación secuencial y sí recordamos muchas glosas y digresiones sobre dichos sucesos.

Nosotros pensamos que la falta de relatos de la que hace gala Lo Terrible se remonta a nuestro fanatismo recalcitrante por la concepción idílica de la tarea del narrador oral, que perpetramos cada vez que podemos y que no nos deja contar cosas por escrito.

Otros tantos (que seguramente accedieron a nuestros escasos cuentos) sospechan que no le huimos al relato sino en alas de nuestra ineptitud para el género. Quizás lo siguiente, la relación de nuestro primer encuentro serio con el hampa, los ayude a confirmarlo.

El lugar lo podemos aprehender con relativa facilidad: Mar de Ajó, o, más precisamente, el tramo en que Mar de Ajó centro —el que menos nos gusta—, empieza a mejorar y a mutar en Mar de Ajó sur, que es mucho mejor*.

El momento es un poco más chúcaro, porque cae en los estertores de los noventa, época en la que éramos, ojalá, otros tipos. Sabemos que fue en verano. Sabemos que fue la última vez que nos llevamos bien con el sol, antes de empezar a escondernos. Sabemos también que fue el verano del Desengaño, personificado en una mítica fiesta que organizaban los guardavidas**, que nos aburrió en cuestión de veinte minutos. Sabemos que fue el verano en que Juan nos dijo, serio como pocas veces, que la música era mucho más que un hobby. También sabemos que quisimos mucho a una chica más grande en Santa Teresita y nos decidimos a hablarle***, en un recital de "Sin Semilla". Sabemos que cambiamos, pero no recordamos qué verano fue.

Tendemos a pensar que la cosa se dio en uno de los últimos días de ese verano, porque nos gusta creer que decidimos cerrarlo así. No hubo demasiada planificación, suponemos, porque esa noche nos encontró bastante desesperados, buscando alcohol de cualquier tipo, en compañía de un primo que por esos días era nuestro hermano.

La empresa no era sencilla: era tarde (y, si nos apuran, arriesgamos que ese fue el primer verano de la "Ley Seca" de Duhalde, que prohibía vender alcohol después de las 23) y nosotros teníamos unas caras y unos cuerpitos que nos obligaban a sacar los documentos (que, por cierto, confirmaba que éramos redondamente menores) para comprar cualquier cosa con contenido etílico.

De alguna manera mágica, en uno de esos negocios que venden alfajores y cosas de chocolate en pleno verano, nos agenciamos una botella de Baccardi, bebida que desconocíamos por completo. Así pertrechados, nos dispusimos a desandar las largas cuadras (unas treinta, quizás) que nos separaban de Mar de Ajó sur, el pago de Santi, el último integrante de la comitiva (que por esos días, creemos recordar, estaba obsesionado con la posibilidad de recorrer trayectos largos con los ojos cerrados).

Reunido el grupo, rumbeamos para la playa, acompañados por Lobo, perro comunal, virtualmente blanco y efectivamente enorme, que apareció y desapareció varias veces a lo largo de la noche.

Ya al reparo de los médanos, con sendas caras de asco (hijas del carácter intragable del ron puro, que de todos modos seguíamos trasegando), decidimos hacer un fogón. Tras varios intentos, ante la mirada atónita de Lobo, advertimos que no podíamos, al menos no sin recurrir a algún tipo de combustible líquido.

Descartada la opción de sacrificar el ron, en parte porque empezábamos a tomarle cariño y en parte porque comprobamos que no lograba más que una llamita infame de un color azul bastante atractivo, abandonamos los médanos (raudos, pero tambaleando) en busca de un lugar que vendiera alcohol de quemar a las tres de la mañana.

De alguna manera mágica, otra vez, compramos una botella intacta en una heladería y un encendedor de repuesto en un restaurant. Todo indica que la división del trabajo no hizo pie en Mar de Ajó sur, o que los emprendedores locales se tomaron demasiado a pecho lo de la diversificación.

Muñidos con material inflamable, hicimos un pozo en la arena, logramos quemar unas ramas y discurrimos hasta que salió el sol. Positivamente ebrios, nos despedimos. Nuestro primo y quienes escriben tomaron el rumbo norte por la costanera, y Santi y Lobo se fueron tierra adentro****.

Fue entonces, durante el regreso, que nos rompimos la madre contra el mundillo del crimen.

Veníamos probablemente en silencio, peleando contra unas arcadas que amenazaban con dejarnos en ridículo ante nuestro primo, bastante más entero. Recordamos una figura que venía en la dirección opuesta, con un paso tan inestable como el nuestro. Recordamos que frenó cuando estuvo cerca y que, despidiendo un olor a vino bastante heroico, nos dijo, con una dicción que en su momento nos pareció asombrosa:

Muchachos, ¿tienen una monedtengounchumboydemenlaplataporquelosquemo?

Nosotros, con sueño y machaditos, decidimos obviar el hecho de que evidentemente no estaba armado y le dimos lo que teníamos en las billeteras: cuatro pesos y tres billetes de un dólar.

Él, que a todas luces también necesitaba dormir, se dio por satisfecho (de hecho, llegó a hacer un gesto de asco) cuando le dijimos que en las mochilas teníamos libros*****.

Nos dio las gracias, le devolvió los tres dólares a nuestro primo ("Esto es tuyo", le dijo, compinche) y nos pidió un abrazo por año nuevo, que le dimos de muy buen grado.


* Sabemos que hay baqueanos mardeajences entre la concurrencia. A ellos les decimos, en voz baja, que nos referimos al punto en que el Silvio empieza a adivinarse en el horizonte austral, el punto en que advertimos que era cierto que existía.

** Según se decía, no podían tomar alcohol sino una noche por año, fecha en la que supuestamente armaban una bacanal digna de Gargantúa y de su hijo, en plena playa.

*** —¿Estás buscando a alguien?
—No...
—Ah.

**** Cabe aclarar que el epílogo de Santi es tanto más meritorio e interesante que el nuestro, en cuanto incluye caminatas por cornisas, descubrimientos truculentos y otras cuestiones menos decorosas.

***** Lo que, técnicamente, era cierto. También es cierto que no confesamos que en las mochilas teníamos bastante plata y un reloj.

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