jueves, marzo 01, 2007

Cantar

No se sorprende a nadie diciendo que los barrios hablan, que cada uno tiene una voz característica (mucho más constante que la del zorzal). La prole del otoño cruje más fuerte en Almagro que en Recoleta, se sabe, y ya no quedan muchas parroquias con la amplitud de registro que no se tiene si ya no quedan cigarras. En otros también se extrañan los estruendos de las moras que caen y el batifondo de la telaraña en el tinglado inalcanzable de las ferias. Por las dudas, la siringa del afilador nunca me cayó del todo bien.

Caballito todavía habla un poco, a veces, pero entre sueños, cuando ya no hay tantos autos y los perros duermen. Antes era mejor, porque había las cosas de más arriba y otras que olvidé, y porque el barrio no se limitaba a hacer vibrar el aire para hablar. Verba volant. Caballito escribía y no se quedaba en la consigna ocasional e individual de un hijo del barrio o de un visitante furtivo. Claro, en las paredes había y hay multitud de "Luche y vuelve", "Luca vive", apreciaciones sobre el temple de los hinchas de Ferro y binomios que supongo implican algo más que una enumeración de dos personas. Claro, pero el que hablaba, en este caso, era Caballito. Scripta manent.

Yo no sé bien en qué año empezó, pero sí que fue bastante repentino. Hoy ya no quedan demasiadas huellas (las pinturas al látex son enemigas mortales de los palimpsestos), pero, en una época, Caballito se dedicó a la épica.

Como éste no es lugar para críticas, no voy a comparar el nombre del protagonista con otros más musicales y transparentemente heroicos, como Sigurd o como Roland o como Song Jian. Tampoco voy a referirme a la trama de la épica que nos ocupa, quizás menos lograda que otras instancias del género.

No se sabía cómo, por qué, cuándo ni en qué ambito: Caballito (en lo que sí tengo que aplaudir como un acierto), delineaba las acciones del héroe describiendo únicamente las reacciones que éstas provocaban, obligándonos a jugar a los detectives, a entrever el fuego en la ceniza fría, el caballo en las tacuaras pisoteadas y la afrenta accidental en la piña inesperada y desconcertante.

Quizá fue culpa de la existencia en el barrio de vecinos no muy dados a los placeres de la deducción o, aunque más no sea, de la inteligencia. Lo cierto es que Caballito nos la puso fácil, y con ver dos o tres pintadas alcanzaba para darse cuenta de que Gari Ramos (¡hasta que revelé el nombre del héroe!) había hecho enojar a alguien. Con ver cuatro o cinco (o dos o tres, pero de las especialmente representativas), se sabía que el enojo era mucho.

Planteada la trama, empezó la expectativa. Cuando dimos en cansarnos de los "Gari Ramos puto", llegaron versiones mucho más íntimas, que ya no planteaban un sujeto, sino un interlocutor: "Gari Ramos sos un hijo de puta". Pasó un tiempo más. Algunos volvieron a los libros. Otros seguimos esperando, pacientes, hasta que el barrio nos premió con un "Gari Ramos traidor", que dejaba entrever una lealtad mancillada. Y la lealtad, en Caballito, llama la atención.

Si bien entonces cesaron las pintadas, las conjeturas siguieron su curso. Cuando niño (que es por entonces cuando empezó la historia), imaginaba ladrones y policías y un cobarde escondido en algún punto de Nicasio Oroño.

Ya más grande y más realista, temí que no era tan descabellado pensar que Gari Ramos no fuera otro que yo. En esa época salí un poco menos.

Supongo que también, en algún momento, pensé que Gari Ramos no existía, y que era el barrio que nos quería dar algo para charlar.

Después, cuando las pintadas empezaron a desaparecer bajo la pintura, cometí el error de enterarme de que Gari Ramos había trabajado en la radio de Fragata Sarmiento y que, aparentemente, se había tenido fe para algún tipo de desfalco.

Sólo sé de una pintada sobreviviente, que está en un portón frente a mi casa.

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