miércoles, abril 29, 2009

Bedlam boys are bonny - 1

No hay muchísimas razones para suponer que lo que nos pasó ayer o hace dos meses sea más relevante o tenga más que ver con nosotros mismos que lo que nos pasó hace cinco años o lo que no nos pasó nunca.

No vayan a creer que postulamos una versión indivisible de quienes escriben, perenne a través de los años y compadrita ante todas las circunstancias. Más allá de que, paradójicamente, en Lo Terrible se adivine un patrón común de desvaríos, suponemos haber mostrado en lo que escribimos (y, sobre todo, en lo que no escribímos) que creemos que hoy no somos los que fuimos ayer ni somos, con un poco de suerte, los que seremos mañana. Eso mismo o algo similar dijimos, también paradojicamente, en esta entrada.

Esta opinión es hija de motivos estéticos, como todas, pero también tiene un par de fines prácticos, de concepción más bien barata y de aplicación directamente descarada:

1) Por un lado, nos da venia para desentendernos olímpicamente de cosas que dijeron otros tipos y que los que hoy escriben no habrían dicho jamás; lugares que visitaron otros tipos y que nosotros no conocemos ni de nombre; e intereses que cultivaron otros tipos, a quienes hoy humillaríamos sin sentir más culpa que la que sentimos habitualmente por todo.

2) Por otro lado, nos ahorra la certeza de que hay cosas a las que no vamos a poder acceder nunca y puertas que jamás se nos van a abrir: donde hoy hicimos sapo nosotros, quizás tengan más suerte los que nos sucedan. De paso, nos deja seguir pensando que, en una de esas, nos va a dar el tiempo para vivir todas las vidas.

Sin embargo, hay algunos recuerdos que nos caen simpáticos, aunque no nos hayan tenido como protagonistas, a pesar de lo que diga el pasaporte. Curiosamente, creemos recordar que esas situaciones fueron en muchos casos insufribles o poco menos para esos tipos (que eran nosotros): novias de la adolescencia que no nos prestaron la atención que creíamos merecer, que hoy se nos antojarían ideales; amistades que considerábamos innecesarias y que hoy nos parecen fundamentales; enojos propios que consideramos injustos y silenciamos, que hoy liberaríamos a los gritos; y abrazos de los que quisimos zafarnos y que de los que hoy no nos sacarían ni con la policía.

Fiel a la costumbre compartida por casi todos los escribas que pasaron por este espacio, todo lo recién escrito no tiene demasiado que ver con lo que sigue.

Porque sentimos deseos de recordar un poco el viaje al Reino Unido, que, si bien mejoró notablemente en el recuerdo, supimos disfrutar "en vivo" hasta cierto punto.

Nunca fuimos demasiado fanáticos de los viajes: no nos gusta mucho la novedad; seguimos descubriendo cosas maravillosas en lugares, libros y músicas que nos sabemos de memoria; y no nos molestaría mucho quedarnos para siempre en Caballito, siempre y cuando estén con nosotros el té y las personas indicadas, que a veces son muchas y a veces ninguna. Con eso en mente, no es demasiado llamativo que haya sido nuestro último viaje "largo" tanto en términos de distancia como de duración.

¿Por qué cruzamos el Atlántico, entonces? ¿Por qué nos despedimos de todo y de todos, con idea de no volver más? Por un lado, para responder al llamado que nos inventamos a fuerza de largos años de consumir todo lo que viniera de Inglaterra. Por otro lado, porque le habíamos prometido a alguien que íbamos a ir. Por un tercer lado, porque necesitábamos escaparnos.

Desde ya, no bien llegamos advertimos que la Inglaterra actual distaba un poco de lo que nosotros imaginábamos: sí corría el Támesis y sí explotaban de verde los campos, pero no quedaban muchos mods a la vista; el Swinging London había desaparecido como cuarenta años antes; tal como cantó Ian Anderson, no quedaban más que cuatro o cinco percherones en toda la isla (que se dignaban a aparecer cuando yo roncaba como una foca en algún viaje en tren); y las chances de morir atravesado por un flechazo*, decapitado en la Torre o con una señora y señera peste bubónica tendían a cero.

Así y todo, la desilusión no fue absoluta, porque encontramos cosas maravillosas, que en esta entrada no van a aparecer ni por asomo, y personas maravillosas, que son las que queremos recordar, en cuotas, arbitrariamente y dejando afuera a algunos que bien merecen la mención.

(Antes de empezar con el dramatis personae, cabe agradecerle algo al Cosmos: nosotros cometimos el error de viajar con una persona muy cercana por ese entonces, que satisfacía prácticamente todas nuestras necesidades de interacción humana. Obviamente, entre esa autosuficiencia digna de un ouroboros, nuestra conmovedora timidez y el tiempo que nos llevó acostumbrarnos a algunos acentos, no conocimos a mucha gente. Lo admirable, lo que agradecemos, es que quisimos mucho a todos los que conocimos, salvo un par de excepciones**).

La primera mención es para M. y B., quienes, después de que hubiéramos bregado contra todas las incomodidades de los hoteluchos de Londres, nos invitaron a su cabaña en Stone, vieja capital del reino de Mercia, y nos recibieron con una hospitalidad que desde entonces tratamos de imitar.

De esos días, de los más lindos que tuvimos en toda la vida y en todo el mundo, nos quedamos con tres cosas:

1) Las charlas con B., que tuvo que explicarnos paternal e inútilmente cómo funcionaba el sistema monetario antes de la decimalización de la libra y que soportó con elegancia la multitud de preguntas que le hicimos no bien cometió el error de decirnos que era masón.

2) La historia que nos contara M., ex maestra, sobre un ex alumno autista, cuyo único interés eran las ollas a presión y los lavaderos automáticos de autos. Cabe aclarar que M. no hizo la relación por el mero placer de reirse del obsesivo***, sino porque una mañana, con nosotros presentes, recibió una postal navideña escrita en una letra incomprensible y roja y furiosa que hacía referencia, una y otra vez, a su olla a presión.

3) El día en que tuvieron que llevar a la madre de B. a su casa, en Hull, y nos dejaron a nosotros y a nuestra compañera a cargo de la casa y de los dos gatos. Solo recordamos el nombre del macho, Soot, probablemente porque se nos escapó una tarde, probablemente a propósito, para regalarnos el placer de perseguirlo, a grito pelado, no necesariamente en inglés, en un pueblito que no nos conocía. Ese día nevó.

Nos parece que en algún momento, por esos días, sentimos que teníamos casi todo lo que necesitábamos. Tiempo después nos dimos cuenta, por suerte, de que no estábamos ni cerca.


*Nosotros creíamos recordar que, en Chester, todavía es legal matar a un galés a flechazos (los demás métodos no están permitidos), si entra a la ciudad después del crepúsculo de la noche. Bueno, nobleza obliga, investigamos un poco y, obviamente, no es del todo cierto: no porque en Inglaterra no haya leyes así de interesantes, sino porque mezclamos el recuerdo de dos leyes distintas: es ilegal que un galés entre a Chester entre el ocaso y el alba; y es legal matar a un escocés en York si el susodicho está armado con arco y flechas.

Probablemente las hayan derogado, ya.

Probablemente.

** Sí, ustedes: mafioso en potencia que nos invitó a trabajar; marplatense con el que jugamos a la escoba en Chelsea; protosoldado israelí-alemán; Kevin; y yonqui que durmió con nosotros, D. y P. en Bristol.

***Placer al que nos entregamos, por cierto.

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