jueves, septiembre 27, 2007

El manjar de los Dioses

"Acaso un arquetipo no revelado aún a los hombres [...] esté ingresando paulatinamente en el mundo".
Jorge Luis Borges, "El sueño de Coleridge", Otras inquisiciones. 1952


Ojo: ante todo, hay que avisar que acá no tenemos mayores problemas con la Divinidad: más allá de los constantes pataleos, le reconocemos la existencia en algunos casos, le agradecemos lo que hay que agradecerle y nos sacamos el sombrero cuando se muestra industriosa para dejarnos desahuciados.

Eso sí, creemos que esa fácil devoción nos confiere autoridad suficiente para montar la de Dios, si cabe, cuando advertimos en sus manifestaciones alguna tendencia a la vagancia o a la frivolidad. Fue echando mano de ese improbable derecho que rezongamos, con prosa lejana, cuando los Dioses nos agarraron de enciclopedia y de diccionario.

Sabe Dios, hoy más que nunca, si el dicterio del 24 de enero obró algún tipo de culpa en las esferas superiores. Lo cierto es que, una vez más, lo primordial me tocó el hombro, ya no para evacuar a través mío sus dudas inexplicables, sino para generar un cambio palpable y, calculo, más bien efímero.

Es concebible, ojo, que los que me vean no adviertan el prodigio: verán los mismos labios bruscos, la misma nariz de joven profesional, los mismos ojos tristes y las mismas cejas levantiscas. Verán, en suma, la misma jeta, gestálticamente desafortunada.

Los menos positivistas notarán, hacia el septentrión de la rosa, el cambio.

Yo siesteaba heroicamente, "en la hora tierna del crepúsculo que torna a todos los poetas semejantes", de espaldas en la anarquía de la duermevela. El Universo me quemaba en la carne la marca que designa a sus vehículos. Me regalaba, primero, la sospecha de mi humanidad íntegra, sospecha leve, como la sombra de una llama: los albores de una conciencia cabal de mi cuerpo, de cada hueso, de cada órgano, de cada vena.

Yo, con los jirones de lucidez que me quedaban, me estremecía pensando en el designio inminente, quizá capaz de justificarme, aunque más no fuera por un par de años. La Divinidad, en tanto, seguía creando la imagen de quien escribe, aunque con una ya evidente falta de empeño: una precisión bastante admirable en el distrito facial, una desprolijidad vergonzante en el resto de la obra.

Yo, en el zaguán del desengaño, en el precipicio de la puteada lisa y llana, contemplaba con cara de vaca lo poco que quedaba, una sección de mi cabeza: la región temporal, la que horada el cansancio; la región occipital, la que hunde la pena. El Dios, probablemente Loki, para no dejarme con las manos vacías, me dejaba intuir una limosna estética, me dejaba saber un cambio recomendable, que hice eficaz en el acto, mente en trance, tijera en mano.

Hasta ahí, eso. A partir de acá, el rezongo.

Es fama que hubo en la historia un Caedmon, que recibió su arte en un sueño. Otro tanto se sabe de un Coleridge, que soñó la canción de un palacio, también soñado por su arquitecto.

¿Qué dirá el futuro de aquél que, sin pedirlo, supo entre sueños un mugroso corte de pelo?

Me quedó más o menos.