domingo, septiembre 09, 2007

De profundis

En estos últimos tiempos hemos advertido en nosotros cierto deslizamiento en favor de la confesión explícita y espontánea y, sobre todo, injustificada de vicios propios.

Como siempre, la impresión tiene más de recuerdo añejo que de hallazgo, por lo que estamos en condiciones de presentar la serie de madres que fuimos arriesgando con los años para este borrego.

Unas veces lo creímos hijo de una representación romántica del criminal que tiene conciencia absoluta de sus crímenes, cuyos extremos representan, ponele, Raskolnikov y el Aguirre de Kinski.

Otra vez (una de las últimas veces) lo asociamos al tan rumiado proyecto de nobleza que tratábamos de poner en práctica en ese entonces.

Varias veces caímos en el facilismo de reducirlo a mera consecuencia de nuestros niveles heroicos de culpa.

Otras tantas lo reconocimos, orgullosos, como uno de los rasgos fundamentales de la estética de antihéroe que nos ahorró tantos problemas y, posiblemente, tantas alegrías.

Una primera vez fue retoño de nuestra analidad incipiente, la cual nos granjeaba el afecto incondicional de madres ajenas y de maestras, propias y ajenas, que se maravillaban porque usábamos servilleta.

Eso sí: todas las veces supimos que, así como el Pecado en Milton es hijo de la Muerte y de Satán, nuestra humilde tendencia a la contrición salió del romance entre nuestro miedo roedor y la llamativa insistencia en creer que el reconocimiento de una culpa equivale a su absolución, creer que "Iba a traerte fresias, pero no había" es exactamente lo mismo que un septeto de flores y un perfume que hace felices a las personas.

Por supuesto, esta entrada toda no es más que otro ejemplo de dicha mezquindad.

Por supuesto, la justificación que acabo de hacer es otro ejemplo.

Y esa también.

Y así.