jueves, febrero 12, 2009

De bello blattium*

No somos demasiado adictos a los animales. Por mucho que nos gusten, seguimos prefiriendo a las personas.

Sin embargo, son largos los años que llevamos tratando de matar la menor cantidad posible de bichos, limitándonos a condonar con resignación la faena de ganado (si bien comemos cada vez menos carne) y a entregarnos ocasionalmente a la pesca (si bien nos sentimos cada vez peor al respecto y, secretamente, celebramos esas tardes en las que no hay caso).

No hace falta decir que dicha actitud, que adoptamos mucho tiempo antes de hacernos hinchas de San Francisco, deja a salvo de nuestras manos a una proporción considerable del reino.

Lo que sí hace falta decir es que no nos conformamos con el facilismo de dejar que las arañas tejan y destejan y se reproduzcan y nos asusten ocasionalmente o con mirar para otro lado cuando encontramos en la cocina uno de esos "pescaditos de plata", esas pequeñas empanaditas argénteas, cuestión de que escapen y sigan comiéndose nuestros libros.

No.

La nuestra es una gesta activa, y quizás quepa mencionar como ejemplo la más importante de nuestras victorias.

Nos referimos, claro, a lo que ocurriera hace ya tres o cuatro años, en la costa, cuando un quiróptero hecho y derecho entrara volando, también derecho, a nuestro sancta sanctorum. Sería poco noble obviar que gritamos y nos sacudimos como locos cuando empezó a describir círculos a velocidades supersónicas en torno nuestro y, en especial, cuando sentimos el roce del ala contra la espalda desnuda.

Sin embargo, cuando el batman zoomórfico se afincó en el baño y nosotros recuperamos un poco la compostura, decidimos que era una canallada permitir que nuestro padre (cuya participación hasta entonces se había limitado a decir "Uh" en el momento en el que la cortina se levantaba y daba paso al monstruo) se encargara de la situación y se cargara redondamente al bicho.

Tras una argumentación que no nos demandó demasiado esfuerzo (sospechamos que nuestro padre no tenía demasiado claro cómo ponerle fin al animal), nos armamos con un repasador** y entramos al baño (de dimensiones más bien escasas), donde nos encontramos con el invasor, totalmente desplegado sobre el suelo, en toda su gloria, como un santiagueño (con alas) en plena siesta.

En ese momento, nuestro padre coligió que era conveniente cerrar la puerta del baño, quizás para restringir la esfera de acción del animal (cosa que logró), quizás para sacarlo de su falso sopor y ponerlo a volar alrededor nuestro y de nuestros gritos de terror (cosa que logró con creces). Cuando el avión con colmillos decidió aterrizar una vez más, probablemente harto de nuestro escándalo, respiramos hondo, nos obligamos a olvidar todo el asunto ese de los vectores de infecciones y, con la mano enfundada en el repasador, lo tomamos por el lomo y lo acercamos muy lentamente al tragaluz, donde pensábamos soltarlo, a fin de que se fuera volando, mientras nosotros nos desmayábamos.

Por si hace falta aclararlo, lo soltamos a mitad de camino. Un poco porque sentíamos cómo se movía en nuestra mano, otro poco porque el "clic" que usan para orientarse es mucho más fuerte (y aterrador) en espacios cerrados y oído de cerca. Acto seguido, salimos corriendo del baño y reconocimos la derrota ante nuestro padre, que, conmovido por nuestro arrojo, armó en cuestión de segundos un artilugio mágico y maravilloso, con un escobillón y unas varas de metal. Con una paciencia y un pulso orientales, logró que el paquete semoviente de hidrofobia se subiera al aparato y, acercándolo al tragaluz, le devolvió la libertad.

En resumidas cuentas, supimos encerrarnos con un murciélago en un espacio ínfimo, sin más que un trapo para defendernos, antes que permitir que se le diera muerte.

Todo este prolongado preámbulo viene a tratar de que el Universo no nos condene por lo que hicimos hoy.

Porque hemos perdonado arañas, babosas (si bien nos vimos obligados a probar el tema ese de la sal –con afán científico, claro– una o dos u ocho veces), pescaditos de plata, bichos bolita y caracoles, pero no tenemos manera de controlar la repulsión que nos generan las cucarachas.

Porque hoy, dos años después de habernos mudado y a punto de renovar el alquiler por dos años más, fuimos a la cocina, con un libro para leer mientras se hacía el café, y vimos por primera vez la fatídica sombra amarronada y recordamos el terror que nos provocaban esos movimientos imprevisibles cuando vivíamos en otro Caballito, más cercano al nivel del mar.

Tomamos a Leonel y, renunciando heroicamente a la ayuda que pudiera prestarnos (y, de paso, al destrozo que haría si el bicho infame se acercaba a la vajilla), lo encerramos en el baño.

Francamente agitados, sacamos del armario el tubo de insecticida (que en dos años casi no usamos) y, así muñidos, volvimos a la cocina, recordando dos cosas:

1) La historia que nos regalara el querido Tom O' Bedlam acerca de una suerte de Vlad Tepes vernáculo que, habiéndo perdido la guerra contra las cucarachas, cambió de estrategia, se dejó abrasar por el odio, abandonó el zapatillazo piadoso y optó por condenarlas a la agonía, fijándolas con cinta adhesiva a cualquier superficie donde las encontrara, para que muriesen de inanición y sirvieran de ejemplo a sus congéneres.

2) El hecho de que son proverbialmente incapaces de picarnos y/o mordernos y/o matarnos.

La calma que logramos con esos artilugios duró hasta que traspusimos la puerta de la cocina, porque vimos que era grande y, sobre todo, porque vimos que había abandonado el lavadero y estaba posada sobre la alacena: o era extremadamente veloz o era una cucaracha voladora, lo cual desafiaba (al menos hasta hoy) todo lo que creíamos sobre las cucarachas***. Es claro que el neóptero el infierno notó nuestra perplejidad, porque, en alas (suyas) de despejarnos las dudas y sin aviso de ningún tipo, voló (haciendo un ruido infernal) hasta la puerta del lavadero. Nosotros, presas del pánico, apuntamos el insecticida, a metro y medio de distancia, sin demasiada fe.

Gracias a la providencia (y, también, al hecho de que la cucaracha estaba ubicada en la parte de la cocina unas tres cuartas partes del ambiente— que cubrimos de insecticida), logramos que aspirara un poco del veneno (formulado, por cierto, para "moscas y mosquitos"). Volvió a levantar vuelo, visiblemente ofuscada, y enfiló para nuestro lado.

Nosotros enfilamos para el living y, por las dudas, para la habitación.

Después de un tiempo prudencial, volvimos a la cocina. No la vimos.

Ahora lamentamos no haberla visto, porque verla habría sido mucho menos perturbador que lo que terminó ocurriendo.

La escuchamos.

Abombada, ebria, envenenada o sencillamente furiosa, la porquería se chocaba y se frotaba contra alguna parte de la cocina que no podíamos identificar, pero que en ese momento se nos antojaba todas las partes de la cocina y, a la vez, ninguna.

Una vez más, despavoridos, salimos de la cocina tan rápido como pudimos****.

Una vez más, abandonamos la empresa ilusa de hacerle frente a las cosas en soledad (aunque una vez funcionó, en circunstancias totalmente distintas) y, a falta de nuestro padre, probablemente dormido y definitivamente a cuadras de distancia, soltamos a Leonel, que resolvió el asunto en unos tres minutos y con un sadismo que nos pareció, dadas las circunstancias, irreprochable.

Ave, Leonel.


* Nos pareció una desproporción pasarnos la noche aprendiendo latín para poder declinar bien las palabras del título, en especial porque habríamos necesitado más café y preferimos no acercarnos a la cocina durante algún tiempo. Si algún alma rectora y ducha en latín se anima, vamos a aceptar la corrección de muy buen grado.

** También hace años, cuando hiciéramos la relación de esta empresa épica por primera vez, dijimos, con la convicción más sincera posible, que habríamos preferido un traje de neoprene y un bate de béisbol, lo que nos granjeó las carcajadas (todavía incomprensibles) de los presentes.

Hace menos tiempo, un conocido nos contó la historia de un segundo conocido que, en un trance mucho más peligroso (se enfrentaba a tres murciélagos), decidió en primer lugar ir a su habitación y ponerse tres pulóveres y una bufanda. Entendimos entonces que ese guerrero y nosotros, Van Helsings del posmodernismo, no debemos ponernos a la altura de la plebe, y que olvidaremos las risas cuando desesperados e hidrofóbicos vengan a pedirnos ayuda, al grito de "¡En el pelo, los tengo en el pelo!".

*** Sostuvimos más de una vez, quizás a los gritos, que la idea de una "cucaracha voladora", generalmente aplicada a las más voluminosas, no era más que un mito con el que la gente salía del paso si se encontraba con una cucaracha amenazante en su casa. "Es voladora, vino de la calle" es mucho más decoroso, en especial si hay visitas, que "Nació y se crió acá, porque no limpiamos hace seis años".

**** No demasiado rápido, cabe aclarar. La práctica regular del fútbol volvió, es claro, con las lesiones frecuentes y concentradas, para variar, en las rodillas.