sábado, febrero 17, 2007

Carnaval


A pesar de que el Gobierno de la Ciudad, los entes fiscalizadores relevantes y Ricchieri

(Ricchieri supo ser un almacenero de la esquina de Nicasio Oroño y Tres Arroyos [que supo ser Monte Egmont], del tiempo en el que yo quería que fueran las cinco, pero ya. Ricchieri me enseñó a mezclar el Shimmy de vainilla y dulce de leche ["Un manjar", recuerdo que me dijo] y a tener por un tiempo el contento de quien se cree dueño de un arcano. Después conocí a otro Ricchieri, que creo se llamaba Guido, en una colonia de vacaciones, que me enseñó, casi sin darse cuenta, que los apellidos eran polisémicos y que quizás, entonces, los míos no estaban tan mal como yo pensaba).

lo nieguen, Caballito, mi Caballito, tiene dos corsos.

Yo no los culpo, porque los dos se hacen el mismo lugar y porque la línea que los separa es borrosa como la que hoy me contó dónde terminaba el río y dónde empezaba el cielo.

Primero viene el Corso de la Cortada, que se hace desde quién sabe cuándo en Los Estertores de Felipe Vallese*, esa parte del barrio que todavía me cuesta un poco descifrar y que siempre tratamos de evitar.

Supongo que no difiere demasiado de los demás corsos de la ciudad. Hay las familias que llevan a los niños para que se asusten con el ruido; hay los más púberes que se regodean en el enchastre para nada simbólico de bañarla a ella con un pomo de nieve artificial; hay las que son una delicia y que se ríen y se abrazan y esperan que alguno vaya a hablarles; hay los que no pueden hacer más que quedarse entre sus amigos y se dan por satisfechos con una mirada o con que alguna les tire un poco de nieve, así sea evidente que el cumplido fue más hijo de la mala puntería que del interés; hay los poligrillos que se ponen en cuero y siempre se van acompañados.

De las murgas no hablo.

Nobleza obliga: toda esta semblanza con olor a baqueano tiene más de ficción y de recuerdos de recuerdos que de testimonio de conocedor. Yo supe de la existencia del corso cuando ya tenía las piernas bastante mulliditas. Para entonces, no quedaba mucho más que verlo como oportunidad para exagerar ebriedades y darse por satisfecho con una mirada o con que alguna... En fin, creo que fui un par de veces, un par de años.

Suficiente para advertir el carácter dual del festejo.

Porque primero venía el corso y sí, todo lo que dije antes. Pero las familias se iban cuando el miedo de los niños ya era demasiado; los más púberes se las picaban cuando el kiosquero empezaba a querer cobrar más por los últimos pomos; muchas de las que son una delicia ya estaban contra una pared oscura y con alguna mano, quizás anónima, indecisa entre tres o cuatro distritos corporales.

Y quedábamos nosotros, que recién habíamos empezado a charlar la posibilidad de inventar un color, y los poligrillos en cuero y algún murguero.

Y ahí empezaba la segunda parte del corso. Casi sin excusas

(recuerdo que un año se decía que habían manoseado a una nena de una murga, aunque por lo general tenía que ver con la hinchada de Ferro, Argentinos o Atlanta).

todos los que se tenían fe sacaban carnet de guapos y se trenzaban con el primero que les saliera al cruce.

Recuerdo ver que alguien venía corriendo y que otro alguien lo frenaba con una patada circular bastante desprolija. También hubo alguno que relató un encontronazo (mientras a nuestro alrededor se sucedían múltiples encontronazos) utilizando una cantidad ridícula de veces la palabra "arrebato" (que hoy en día no termino de comprender bien, aunque supongo quiere decir "piña"). Sin embargo, jamás voy a olvidar el día en que los vecinos de los Estertores de Felipe Vallese**, cual público de ópera, decidieron celebrar a los gladiadores tirándoles botellas de sidra desde los balcones. Creo que ésa fue la última vez que fuimos al Corso de la Cortada.

Yo, en el maremágnum de arrebatos, patadas circulares bastante desprolijas y botellas de sidra, me sentía raro. A veces me creía testigo heroico de la degradación humana; otras tantas me sentía un mártir inmóvil, que predicaba con el ejemplo y no pegaba (desde la seguridad de un zaguán, claro); en alguna ocasión disfrute que algún satélite de mi grupo lograra embocar a alguien (pocas cosas son más patéticas que un rebelde por transitividad).

Ahora sé que sentirse raro (a pesar de que la violencia ésa no tuviera demasiado sentido), es una forma de saberse cobarde.

*Es una licencia poética y, de ningún modo, una burla hacia el señor Vallese.
*En serio, todo bien con Vallese. Pregunten y van a ver.

La foto que ilustra el post es "Les premières funérailles", de Louis Ernest Barrias.

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